El piso desgastado del lugar se ilumina con las luces que anuncian su diaria función. Un viejo ratón pasa su escoba por los rincones que la noche pasada no terminaron aseados; de vez en cuando se agacha a recoger un papel o dos.

Él con elegante traje de gala y sus teclas como perlas que acarician mis dedos cuando aparecen las notas.

Yo, desaliñado.

Mis dedos rozan continuamente y pienso en cuantas historias hemos compartido mi piano y yo, en cuantos corazones hemos tocado (y a veces robado) con su voz armónica.

El cantinero arrumba vasos, acomoda botellas y yo recargo mi cabeza entre mis brazos, sobre la suave cubierta que protege su caja, con una muy fina capa de polvo. Miro a través del vitral multicolor de la ventana: formas indescriptibles asoman entre sus claros, siluetas que van y vienen reflejadas por el farol de anuncio.

Mi mano acaricia de nuevo el teclado. Pienso en mi vida, en lo pacifica y dulce que es para mí pero lo triste y solitaria que puede parecerles a otros. Vivir la vida de un ermitaño es beber de un fruto divino y creer que no tiene fin. Fruta que sacia mi sed y llena mis entrañas con su suave y dulce soledad. Embriagarme de la vida sin importarme despertar con lágrimas, gozar hasta el más pequeño y desdichado instante, del seno mismo de la vida… hasta hartarme.

La voz de mi piano es el canto de los ángeles del cielo y yo, yo comando su voz, se funde en mi alma que seduce mi corazón, mi razón. Y, al morir, me deja en paz.

Abro los ojos. Frente a mí, la multitud, como todas las noches, se confunde con el humo de cigarro, entre risas despreocupadas que caen sobre el lugar como relámpagos que despiertan el silencioso valle con su gran estruendo. Todos esperan escucharnos a los dos: mi piano y yo. Pero no a mí, a él. No mi voz: la de él; no mi alma, sino la de él…

Miro el reflector sobre mí. Cierro los ojos.Como todas las noches, lanzo un suspiro al aire y arranco la primera nota de la noche. Y dejo que él cante lo que mi corazón quiere gritar.

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